- Se origina en una apelación de legitimidad, no en la imposición por la fuerza, ni siquiera por la fuerza bienintencionada.
- El proceso constituyente se desarrolla con arreglo a unas pautas ya reconocidas de mínimas exigencias democráticas: en primer lugar elecciones libres convocadas ad hoc con carácter constituyente, en segundo lugar debate y decisión por parte de la Asamblea o Congreso Constituyente sin tutelas e imposición alguna, y finalmente ratificación por referéndum.
- Su resultado, la nueva Constitución o legalidad, también debe cumplir unos mínimos estándares democráticos y se espera que por haber sido elaborado en libertad y con participación de todos, satisfaga las necesidades de los ciudadanos que se expresaron en forma de apelación de legitimidad fundacional, de reclamación de soberanía.
La reforma plantea cambios puntuales a determinados artículos de la constitución utilizando los mecanismos legales previstos en la constitución actual para su propia reforma. La reforma constitucional es un cambio constitucional hecho desde la legalidad.
Pero ¿qué ocurre cuando en la sociedad hay una demanda incontenible de reforma constitucional y el juego de los actores del sistema político impide de manera efectiva el cambio constitucional por la vía de la reforma? Se produce una crisis de legitimidad constitucional, un conflicto político no resuelto según los mecanismos previstos por el sistema. El pueblo reclama para sí la legitimidad del poder constituyente originario y lo hace en dos fases. Una primera fase destituyente de ruptura constitucional, y una segunda fase constituyente, que establece una nueva legalidad.
Por qué hay que cambiar la Constitución de 1978.
De entrada, esta Constitución de 1978 nació viciada con un déficit de legitimidad. No fue redactada por unos representantes directa y expresamente electos por el pueblo para tal cometido (cortes constituyentes). Su modelo de organización territorial permanece cuestionado e irresuelto desde su origen. Y en el momento presente, se puede decir de ella que no ha sido votada por una mayoría de ciudadanos, todos los nacidos después de 1960. Todo ello sería suficiente para pedir una actualización de legitimidad. Sin embargo, la realidad presente ha descarnado motivos más concretos e imperiosos.
Mediante la reforma de 2011, la Constitución se ha convertido en un instrumento de gobierno de los mercados financieros: sacraliza la deuda por encima de los demás derechos sociales proclamados en la Constitución; constitucionaliza normas de gobierno presupuestario como el techo de déficit que son, además de discutibles, materia que debe estar fuera de la Constitución. De esa forma, ha entregado el Gobierno de España a instituciones no elegidas por los ciudadanos españoles, como el BCE, la Comisión Europea, el Bundesbank y el FMI.
En estos tiempos de crisis, la Corona y la familia real se han desacreditado con su conducta hasta el punto de ser indignos de representar a los ciudadanos. En 1978 no había motivos para tener una Monarquía, salvo transigir con los herederos del régimen político de Franco. Ahora hay motivos para no tenerla.
El sistema electoral, cuya parte más sustancial está en el artículo 68 de la Constitución, distorsiona la representación a favor de los partidos mayoritarios. Al cabo de treinta años, ha conformado un bipartidismo altergobernante y una casta política corrupta al servicio de los intereses financieros que no solo bloquea las reformas constitucionales que demanda la sociedad, sino que las emprende por su cuenta a la velocidad del rayo y en sentido contrario a los intereses populares, como hicieron en 2011. Su más reciente resultado, una mayoría absoluta, producida por “omisión” del cuerpo electoral, absolutamente contestada en la calle y a nivel de opinión pública. Hay que cambiar este sistema electoral para que represente mejor a los ciudadanos.
La Iniciativa Legislativa Popular, tal como la regula la Constitución, está castrada y limitada a asuntos menores. Necesitamos formas efectivas de participación popular que pongan límites a la partitocracia, que desarrollen una iniciativa legislativa popular efectiva, que contemple la posibilidad del referéndum vinculante y del referéndum derogatorio.
¿Qué mejoras obtenemos los ciudadanos con este proceso?
Esta pregunta habría que responderla formulándola al revés: estamos obligados a cambiar nuestro sistema político por razones de mera supervivencia, porque no podemos vivir como hasta ahora, porque lo que está ocurriendo es insoportable. Estamos obligados a decidir y a constituir sobre nuestros derechos, sobre nuestro grado de vinculación a los poderes públicos, sobre el diseño institucional del Estado (poderes del Estado, su separación y su sometimiento al control ciudadano), sobre el sistema electoral, sobre la forma de gobierno Monarquía o República, sobre la articulación de la representatividad, sobre los cauces de participación directa de la ciudadanía en la toma de decisiones, etc…, estamos obligados a todo eso porque estamos obligados a corregir todo lo que ha puesto el sistema político al servicio de las finanzas y en contra de los ciudadanos.
Sean cuales sean las decisiones que tomemos los ciudadanos sobre cada uno de esos puntos, lo haremos para impedir que nuestros gobernantes, políticos e instituciones se alejen de la sociedad y dejen de representar a la voluntad general. Estableceremos cauces de participación para que la opinión de los ciudadanos cuente mucho más que un voto cada cuatro años. Y mecanismos de seguridad y control sobre los políticos, como la iniciativa popular y el referéndum vinculante.
¿Es una utopía el proceso constituyente?
No es una utopía. Los cambios constitucionales, los procesos constituyentes, las rupturas entre legalidad y legitimidad que se resuelven a favor de esta última, se cuentan por decenas a lo largo de la historia. La utopía es posible, ocurre. Y cuando la realidad es insoportable, la utopía se convierte en necesaria y la transforma.
http://hordago.org/zer-da-prozesu-konstituziogile-bat/